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El fraile que nadie quería... y que Dios amó con locura

  • Foto del escritor: Canal Vida
    Canal Vida
  • 8 abr
  • 3 Min. de lectura
Fue tomado por loco, expulsado por ser demasiado "santo" y temido por los propios religiosos. El beato Julián de San Agustín eligió vivir como Cristo crucificado en los claustros de Alcalá. Su historia, olvidada por siglos, hoy resurge como una bomba espiritual que sacude las almas tibias y despierta al corazón dormido.
 
Julián de San agustin
El hombre que enloqueció por amor a Dios.

En tiempos donde la fe era perseguida por el olvido y la indiferencia, un hombre caminaba por las calles de Alcalá de Henares con la cabeza gacha, los pies descalzos y el corazón encendido.


No hablaba, no discutía, no predicaba con palabras. Su mensaje era su cuerpo demacrado, sus silencios, su locura elegida. Se llamaba Julián Martínez, pero el mundo lo conocería como el beato Julián de San Agustín, el fraile que nadie quería... y que Dios amó con locura.

 
Pedro Kriskovich
 
Expulsado por ser demasiado "santo"

Nacido 1550 en Medinaceli, España, Julián ingresó en varias comunidades religiosas, pero fue rechazado una y otra vez. Lo consideraban desequilibrado, exagerado, deseoso de martirio, alguien que no encajaba. “Está loco”, decían. Y tenían razón: estaba loco de amor por Cristo.


Tras muchas puertas cerradas, finalmente fue aceptado como hermano lego en la orden de los Hermanos Menores Descalzos, los franciscanos reformados. Allí tampoco sería comprendido. Su vida de penitencia radical, éxtasis, gestos extremos, incomodaban a los demás frailes. Lo toleraban, pero a la distancia.



La penitencia como lenguaje divino

Julián dormía en el suelo, ayunaba hasta desmayarse, se autoflagelaba con clavos y cuerdas, rezaba de rodillas durante horas y caminaba por los claustros como un fantasma silencioso. Cuando se le daba pan, lo compartía con los mendigos. Si lo insultaban, sonreía. Si lo escupían, se inclinaba.


Vivía como Jesús crucificado, pero en el siglo XVII. Su cuerpo era su testimonio. Su silencio era su predicación. No buscaba fama, ni reconocimiento, ni siquiera comprensión. Solo quería parecerse a Cristo.

 
GIN
 
Amado por los pobres, temido por los tibios

En las calles, los niños lo seguían. Los pobres lo buscaban. Los desesperados lo abrazaban. En cambio, los religiosos cómodos lo evitaban. Julián era un espejo que mostraba la mediocridad. Su presencia desnudaba las almas acomodadas, y por eso muchos preferían no tenerlo cerca.


Pero el pueblo lo amaba. Lo llamaban el loco santo, y sabían que en sus ojos habitaba algo que no era de este mundo. Algunos afirmaban que tenía visiones. Otros que hablaba con los ángeles. Él nunca lo confirmó, pero su vida lo decía todo.



Rechazado en la tierra, abrazado por el cielo

Julián murió el 8 de abril de 1606 como había vivido: en silencio, en pobreza, en oblación total. Ningún cargo. Ninguna medalla. Solo la gloria invisible de los santos.


Años después, en 1825 el Papa León XII lo beatificó, reconociendo que ese hombre que fue tomado por loco, era en verdad un genio espiritual. Su vida es una bofetada a la tibieza, una provocación al corazón cómodo y un canto eterno al Dios que elige a los despreciados para confundir a los sabios.


Hoy, en el cielo, Julián de San Agustín brilla con la fuerza de los profetas. Y su historia nos grita una verdad eterna: no hay mayor sabiduría que la locura de la cruz.

 
Mariano Mercado
 
Un legado que inquieta y salva

La figura del beato Julián sigue incomodando incluso hoy. ¿Qué haríamos si alguien como él se sentara en nuestros templos modernos? ¿Lo invitaríamos a pasar o llamaríamos a seguridad?


La santidad incómoda de Julián no cabe en vitrinas: desafía nuestras prioridades, desnuda nuestros egos, nos recuerda que la cruz no es decoración, sino destino.


El Instituto Histórico de los Franciscanos Descalzos conserva aún sus escritos, breves y simples, cargados de una mística penetrante. En ellos se trasluce un alma abrasada por el deseo de amar a Dios sin medida. Algunos testigos aseguraron que, en su celda, se sentía un perfume inexplicable, y que antes de morir, sonrió con paz sobrenatural.

 
Casa Betania
 
Loco de amor

En tiempos donde el confort reina y la religión corre el riesgo de volverse mera formalidad, Julián de San Agustín nos recuerda que la fe auténtica es radical, es total, es escandalosa. No se conforma con lo tibio. Busca lo absoluto.


Su ejemplo desafía a todos: laicos, religiosos, sacerdotes. Nos pregunta, en silencio: ¿Hasta dónde estás dispuesto a amar? ¿Cuánto estás dispuesto a incomodar por Cristo?


Su historia no es solo la de un beato más. Es una advertencia para una Iglesia que a veces teme a sus propios profetas. Julián, el loco de Dios, camina todavía entre nosotros, invisible, preguntando con una sonrisa: ¿y tú, ya te volviste loco por Él?

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