Hace cuatro años, el mundo perdió a Diego Maradona, el hombre de barro que logró ser dios en la cancha. Más allá de sus luces y sombras, unió a un país roto y regaló esperanza donde solo había dolor. Su historia, como la de san Pedro, es una lección de humanidad y redención.
Diego Maradona, el dios de barro.
Un chico que nació en Villa Fiorito, donde el barro y los sueños se confunden. Diego Armando Maradona no fue santo de altar, sino de esquina, donde se juega la vida cada día. Como san Pedro, el “más humano” de los apóstoles, el hombre que negó a Cristo tres veces antes de convertirse en la roca de la fe, Diego también negó su divinidad en los momentos más oscuros de su vida. Pero la suya no fue una negación de palabras, sino de actos que muchos no pudieron perdonar.
Y, sin embargo, ¿quién no cayó? La "santidad" de Diego no estaba en ser perfecto, sino en su capacidad de levantarse. Con cada gambeta, él nos recordó que incluso el barro puede brillar bajo el sol.
El país de Diego, unido en su sonrisa
Corría 1986. La Argentina, herida por la dictadura y la guerra de Malvinas, buscaba algo, alguien, que le devolviera el alma. Y ahí apareció Diego. Con una zurda mágica, convirtió el sufrimiento en alegría y las lágrimas en esperanza. Su gol a los ingleses, ese que todavía arde en la memoria, fue más que fútbol: fue un acto de justicia poética, un recordatorio de que los pequeños también pueden vencer a los gigantes.
En aquellos días, "Pelusa" no era solo un jugador; era la identidad de un pueblo. En cada gol, en cada abrazo con la camiseta celeste y blanca, estaba la promesa de que la Argentina podía levantarse. ¿Cuántos santos lograron algo semejante? San Francisco predicó entre los pobres, pero Diego predicó entre las masas, regalándoles una sonrisa cuando el mundo parecía derrumbarse.
La solidaridad que nadie vio
Dicen que los que dan de verdad no buscan aplausos, y Diego no fue la excepción. Muchos descubrieron su solidaridad después de su muerte: el hombre que compraba casas para familias necesitadas, que regalaba sonrisas en hospitales, que enviaba comida a barrios olvidados. Como el buen samaritano del Evangelio, Diego actuó sin esperar nada a cambio, aunque sus errores fueran más visibles que sus virtudes.
Esas historias de bonhomía también tocan sangré guaraní: Salvador Cabañas estaba internado en el sanatorio Fleni para recuperarse del intento de asesinato ocurrido en 2010, de repente, sin que se conozcan personalmente, "El Diego" se acercó para verlo, saludarlo y ofrecerle lo que el "Mariscal" necesitara. Nunca más se vieron, pero ese día el "10 de albirroja" recuperó la alegría.
¿No es esa la esencia de la fe? Amar a los demás, incluso cuando el mundo no te comprende. Diego no pidió perdón por su humanidad, porque sabía que su verdadero legado no estaba en sus caídas, sino en la forma en que levantó a otros.
La gloria y el peso de ser dios
"Lo que Maradona hizo con mi vida, no lo que él hizo con la suya". Esa frase se repite como un mantra entre los que lo veneran. Diego no pidió ser dios, pero el mundo lo colocó en un pedestal. Como san Agustín, que luchó contra sus propios demonios antes de abrazar la gracia divina, Maradona lidió con el peso de la gloria y las cadenas de la adicción. Fue un dios de barro, como dijo Eduardo Galeano, imperfecto, pero por eso mismo profundamente humano.
Diego fue una paradoja: podía llevarse el mundo por delante con una pelota y, al mismo tiempo, sucumbir ante sus propias debilidades, al punto que el hombre que estuvo con todos murió solo. ¿Acaso no es eso lo que somos todos? Polvo y espíritu, barro y luz.
La lección final de Diego
Hoy, cuatro años después de su partida, la figura de Maradona sigue viva. No en las polémicas, sino en los recuerdos de aquellos que lo vieron jugar, de los que compartieron su alegría y de los que recibieron su bondad en silencio. Su vida, como la de san Pedro, nos enseña que no importa cuántas veces caigamos, sino cuántas veces nos levantemos.
En un mundo que busca ídolos inmaculados, Diego nos recordó que la verdadera santidad está en lo humano. En reconocer nuestros errores, en amar a pesar de todo, en dar lo mejor de nosotros, incluso cuando nadie lo espera.
Maradona fue un dios de barro que jugó al fútbol como los ángeles y vivió como un hombre. Y, en esa contradicción, dejó su lección más grande: la vida no se trata de ser perfecto, sino de ser auténtico.
Diego, eterno
Cuando Diego murió, millones lloraron en las calles. No era solo un jugador que partía, era un símbolo, un hermano, un amigo. En su rostro marcado por el tiempo, en sus manos alzadas al cielo, muchos vieron algo más que fútbol: vieron la posibilidad de redimirse, de soñar, de volver a empezar.
Porque Diego, como san Pedro, nos enseñó que la vida es un camino de caídas y resurrecciones. Y que, al final, lo que cuenta no es el barro del que estamos hechos, sino la luz que dejamos cuando nos vamos.
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